Sin derecho al acoso
Soy la señora que le grita a los viejos cuando acosan a las escolares. La que no le teme a esos hombres de mirada lasciva, que se dan vuelta para observar detenidamente a una adolescente. Les perdí el miedo hace rato, después de que agarré a mochilazos a uno que osó tocarme.
Una tarde iba caminando por calle Independencia, a la altura de avenida Francia, y delante mío una joven con short y polera avanzaba en mi misma dirección. Al llegar a la esquina, tres hombres maduros le dijeron algo que no escuché y "escanearon" la parte trasera de su cuerpo. Los enfrenté y les dije "¡podría ser su hija!". Uno de ellos me respondió con desparpajo: "No lo es, así que tengo derecho a mirar", mientras los otros celebraban su choreza. Más adelante había otros hombres, trabajadores de talleres mecánicos que intentaron molestar a la chica, pero vieron mi cara de furia (seguro escucharon mi discusión) y se hicieron los locos.
Hasta ahora me da vueltas esa frase: "Derecho a mirar". Porque ellos pueden. Porque el cuerpo de las mujeres es público y en la plaza o en la vereda es del hombre que ande por ahí. Si hay gente solo miran; si es un pasaje, una escalera solitaria o una micro llena, se animan y lo tocan con sus manos o se acercan demasiado.
Tengo muchos ejemplos para contar, algunos los he presenciado, otros me afectaron a mí.
Un día de protesta, por la calle Juana Ross, a un costado del Congreso, dos estudiantes van de la mano, felices. Un viejo verde se da vuelta y sin disimulo les mira las piernas. Me olvido que llevo a mi hijo de la mano y le grito "¿se le perdió algo?". Por supuesto, no se quedó callado: "Naaah, si son lesbianas", dijo, como si la preferencia sexual las pusiera en un lugar inferior. Las jóvenes quedaron sorprendidas -no se dieron cuenta de lo que pasó- y apuraron el paso.
Cuando relato estas situaciones a mis amigos o familiares, me miran sin entender. Les cuesta creer que estamos tan expuestas y a cualquier hora del día. Cuando recién empecé a trabajar, salí de mi oficina rumbo a mi casa a la hora de almuerzo. En la calle me empezó a seguir un tipo en un auto. Quería que me subiera, tocaba la bocina, me gritaba. Me siguió y como seguro no conocía el plan porteño, cuando doblé por Carrera no se dio cuenta que me dirigía a la Comisaría de Colón. Al darse cuenta que estaban los Carabineros ahí, apretó el acelerador y desapareció.
Me quedé con un policía que estaba de guardia hasta que me sentí segura y partí. Ni se me ocurrió estampar una denuncia.
Hoy sí se puede hacer, gracias a la existencia de la Ley de Acoso Callejero que se promulgó en nuestro país el 16 de abril de 2019. Pero el hecho que conté al inicio lo presencié solo hace unos meses, y a esos hombres que se sienten con el "derecho a mirar" ni les importó que existiera una norma.
A pesar de esa cierta impunidad, en 2019 se recibieron 297 denuncias; en 2020 fueron 975; en 2021 aumentaron a 1.285, y en 2022 se reportaron 1.247, de acuerdo a datos del Ministerio Público. No sé cuántas terminaron en condena, pero en febrero del 2020 el Tribunal de Villa Alemana declaró culpable a un hombre por tres delitos de ofensa al pudor y por acoso sexual callejero.
Hace un par de años, varias mujeres que salían a correr por la avenida Alemania o que paseaban por el cerro Alegre llamaron a Carabineros porque el conductor de un auto blanco las empezó a seguir. No les creyeron, por lo tanto no hicieron ningún patrullaje en el horario en que ocurrieron los acosos.
La noticia salió en redes sociales y tiempo después, tipo seis de la tarde, mientras conversaba con una vecina, sentimos a unas mujeres gritarle algo a un conductor. Por supuesto, el vehículo era blanco.
Tengo muchas más historias para relatar. A los 9 años sufrí el primer acoso. Pero prefiero no contarlo acá.
" Soy la señora que le grita a los viejos cuando acosan a las escolares. La que no le teme a esos hombres de mirada lasciva, que se dan vuelta para observar detenidamente a una adolescente. Les perdí el miedo hace rato. "