La dramática historia de las mujeres gitanas esterilizadas a la fuerza
Elena Gorolová tenía 21 años cuando, en 1990, le sometieron sin informarle a una esterilización en un hospital checo. Como ella, cientos de mujeres, muchas de ellas gitanas, esperan ahora a que el Estado les indemnice por un daño que, como ella dice, no se compensa con dinero.
El Parlamento checo está tramitando la aprobación de una ley, que tiene un amplio respaldo, para compensar con 11.500 euros a las estimadas cuatrocientas mujeres que fueron esterilizadas sin ser informadas plenamente ni dar su consentimiento entre 1966 y 2012.
Si sale adelante, se tratará de "una gran victoria para todas las mujeres, porque ha sido una lucha de todas ellas", declara a Efe Gorolová, quien reconoce, no obstante, que esa compensación le genera sentimientos contradictorios.
"Será también una tristeza, porque el dinero no te devuelve a ningún hijo", lamenta en su domicilio en Ostrava, en el noreste del país.
En su recuerdo sigue indeleble el día en que fue esterilizada, una experiencia que le provocó una depresión que sufre desde entonces. El 24 de febrero de 1990 Gorolová dio a luz a su segundo hijo en el hospital de Vitkovice-Ostrava, en un parto muy difícil que se complicó y durante el que le realizaron una cesárea.
En medio de fuertes dolores, aún en la cama del hospital, el personal médico le presentó dos documentos.
"Uno era para dar el nombre del niño o a la niña. El segundo creo que fue para la esterilización, que firmé sin saber en absoluto de qué se trataba", rememora. Algo parecido le ocurrió a Natasha Botosova, que fue esterilizada en 1991 cuando tenía 25 años en otro hospital de Ostrava.
La esterilización forzada o sin información clara fue un práctica extendida durante la dictadura comunista que vivió la entonces Checoslovaquia hasta 1989.
Una directiva de 1971 permitió la esterilización sistemática de mujeres gitanas, y de todas aquellas con defectos congénitos, sin otorgar su asentimiento informado y como medida para controlar su natalidad.
El problema es que, incluso tras la llegada de la democracia, esta práctica continuó, según denuncia la activista de derechos humanos Gwendolyn Albert, que lleva dedicada a estos casos desde 2004.