Una noche en Puertas Negras: en la trastienda del siniestro
En las alturas de Playa Ancha, el horror hizo presa de moradores, animales y estructuras. Tras una semana de los incendiarios hechos, La Estrella pernoctó el pasado fin de semana junto a una familia que lucha por volver a la "normalidad".
Guillermo Àvila Nieves - La Estrella de Valparaíso
Estimado lector, ¿qué haría si todo aquello por lo que tanto luchó se le hiciera polvo en un abrir y cerrar de ojos?
En la población y calle Los Marinos, en Puertas Negras, hoy impera una árida geometría que no responde a cálculo ni catastro definitivo. Serían cerca de 300 las casas quemadas. Y casi mil las personas damnificadas. En un escenario natural, donde hasta hace una semana todo era abrazos y festejos comunitarios, hoy hay desolación. Pero también esperanza. Y algo... algo de fe.
Al momento de esta publicación, ha pasado una semana desde que se desatara la tragedia 30-30-30 (grados, nudos, humedad). Y esta noche de viernes para sábado venimos, ya con las pulsaciones de la "noticia fresca" en caída libre, para palpar en terreno lo real: qué ha sido de aquellos que en carne propia, sobrevivieron a lo que fue un caldero de esos que -cada vez más seguido- se ensañan como dagas ardientes por los incombustibles cerros porteños.
Mientras el sol comienza a ocultarse, el panorama en la otra cara de la luna en Playa Ancha resulta demoledor, como una radiografía de Mad Max. Aquel perímetro de cuadras a la redonda que bordea cuesta abajo el Camino La Pólvora y se expande hasta aquel 'far west' El Molino, asemeja a un bombardeo, con esquirlas regadas al carbón que aún impregnan a chatarras y montículos de basura. Un efecto capaz de transformar al ego más arrollador en insignificante hormiga.
Todo lo que circunda a este espacio gris cargado al polvo, refleja carencia. Junto a nuestro fotógrafo Marcelo Benítez, quien sabe de esto al perder su casa en La Merced en el mega-incendio del 2014, nos introducimos por el esqueleto de una estructura abierta, de dos pisos, cuyas dimensiones, arriba y abajo, sobrecogen. No podemos interceder a recuerdos, porque de esos, imágenes y fotografías de este domicilio, sólo quedan cenizas entre escombros.
Bajo sus humeantes cimientos, hay la nada: negruzcos muros, pilares derruidos, vigas carcomidas y entradas enrejadas que conducen a una anarquía.
Todo a negro
Es allí donde se reúne una familia, una más de las tantas aquí damnificadas. De las que quedaron sólo con lo puesto. Que pernoctan como pueden. Que protegen su territorio, como quien defiende a capa y espada lo suyo junto a sus queridas mascotas. Y donde procuran amor al prójimo, donde no lo hay.
Puertas Negras estaba insólitamente silenciosa aquella noche. Delante de mí, en la calle de al frente, un joven pasea sobre su cabeza un colchón. Otros balbuceaban ayuda que no llega. Algunos parecen niños, vigilados más atrás por silenciosos padres de semblantes afligidos.
Pero toda moneda tiene su reverso: también furgones las hacen de combi al servicio voluntario de apetitosas pizzas, pan con pollo y café calientito. De autoridades, sólo las sombras, alegan muchos acá, mientras se especula que dos años tardaría la reconstrucción.
Ya con la invitación a La Estrella -hay que ganarse la confianza-, un sujeto a prueba de desgracias nos estrecha la mano, en esta casa de 140m2. Y no, no es refugio de narcos como otras que pululan en la zona, detalle que nos comentan aquí ("y que podría complicar el estatus de ayuda estatal"); sólo un hogar fruto de esfuerzo. Con título de dominio en Bienes Nacionales.
Su propietario, que forjó familia compuesta por cuatro miembros en este terreno -en principio bajo el modelo setentero de mediagua-, tiene su mirada penetrante y audio dolorido.
A sus 53 años, Gerardo Muñoz, en voz baja, narra el dolor de haberlo perdido todo en un sector donde se crió ("en paz, no como ahora"), y donde también otros ocho familiares suyos vieron consumirse, bajo las lenguas de fuego, sus residencias. "Es terrible. Tanto sacrificio para que las llamas te quiten lo tuyo".
Lágrimas contenidas. La boca que intenta abrirse. Y la voluntad de Gerardo de resistir en nombre de la vida: "Me veo fuerte, pero quedé mal. A aperrar".
El filósofo griego Platón, hablando de la amistad, decía que era un sentimiento por el cual, si era preciso, había que meterse en el propio infierno. Cuando el tío Leo, consuegro yunta de Gerardo habla de sí mismo, lo hace en tercera persona, con ganas de socorrer en lo que sea. "Aquí está el tío Leo poniendo el hombro. ¡Ya llevamos cuatro días!", acuña.
"Todo está hecho mierda. Hablamos de harta plata y años de trabajo. Tenerla terminada para empezar a disfrutar y pasa esto...". Sus palabras se atropellan al evocar el supuesto aporte de autoridades en el sitio siniestrado: "cero", lanza Leo, como la zona donde esta noche acampamos. "Un diputado nos dejó una carpa. Ni fierros tenía para armarla".
Gerardo asiente. Tiene la piel desgastada, los ojos enrojecidos de agotamiento y la expectativa incierta. "No podemos esperar que las autoridades sigan durmiendo y nosotros cagándonos de frío. Ellos están calientitos, y nosotros con necesidades". Hay temor: "Por intermedio de la junta de vecinos 85 de Puertas Negras supe que el Gobierno no quiere asumir que es una catástrofe. Y esto, para mí, pasadas las 10 casas, ya es una catástrofe".
Adelante nomás
Pero a pesar de todo, Gerardo ahora sonríe. Una y otra vez. Su hija Jennifer Muñoz Ponce le acerca un plato de comida. Trabaja en la Fundación Bernarda Morín, donde es directora del Jardín del mismo nombre. "Me duele harto ver esto. Conseguimos colchonetas, mercadería, útiles de aseo y dos camas para ayudar a los vecinos, y que pasen la noche". A su lado, el marido, Juan Carlos, trata de levantar ánimo. "Es parte de un proceso de vida. Se viene un cambio, que ojalá sea para mejor".
Ambos, precisamente, hoy cumplen su primer aniversario de bodas. Fotografías de las cuales ya no hay registros. La esposa de Gerardo, Marisol Ponce Moreno, cajera en un supermercado en Viña del Mar, se está quedando en el hogar de unos amigos, junto a la otra hija de ambos, Catherine Muñoz Ponce y su guagua Dominique. Sin embargo, doña Marisol, llega aquí para observar su nicho. "Una experiencia horrible. Pero saldremos adelante: ¡tenemos salud y vida!", arenga.
Gerardo cuenta que cuando se desató el siniestro se encontraba en San Antonio. Le avisaron que se estaba quemando la casa de su suegra. Allí tomaron el auto y en menos de una hora a 160km/h llegaron, en medio del tráfico cortado, para ser testigos de lo inimaginable: "Estaba todo quemado. Quedé con las chalas, short y polera". Su auto Suzuki modelo Swift fue el único que se calcinó en el sector. "Se me cayeron los mocos, no aguanté el dolor".
Pero como la valentía es parte del ADN de muchos pobladores aquí -recordemos el mediático caso del bombero afectado que hizo ponerse a Farkas y Mi Techo- Muñoz, en el caos, colaboró al instante, "pero con mi cabeza pensando en lo perdido", rememora.
Esta noche, al calor de una agüita caliente y a la luz de un generador eléctrico cortesía de un vecino, al que apodan Forestín, Gerardo Muñoz recuerda que estuvo viviendo por cinco años -sin familia- y sacándose la cresta junto a su hermano mayor Basilio, en Suecia. La idea: juntar plata gracias a la construcción donde se desempeña como maestro al oficio, desde gasfitería a carpintería, albañilería… todo. "Yo fabriqué solo esta casa. Teníamos cerámico, porcelanato en el piso de la cocina; los muros eran todos estucados y pintados. Arriba tenía planchas para nivelar la temperatura".
Según cuenta Muñoz, el fuego en su morada, que se detonó en Laguna Verde y con las ráfagas traspasó el Camino La Pólvora, se propagó, en este reducto, por un tallercito suyo. "Yo tenía pinturas, cosas inflamables. Cayó la chispa. Mi vecina no se dio cuenta: ya tenía todo prendido". De hecho, la casa de al lado es de las pocas que quedaron intactas.
Madrugada en vela
Se han ido casi todos, "a descansar". Sólo queda Gerardo Muñoz, tío Leo y La Estrella. También Princesa y Sacha, dos perritas regalonas que zafaron y no dudan en ladrar ante ruido viviente. Algo que todavía no acontece con otros dos canes y Kira, su gatita adoptada.
Pasada la medianoche, nos sentamos en lo que iba a ser su terraza ribereña, bajo un entorno oscuro como boca de lobo pero alumbrado a lo lejos por un bello claro de luna que atiza el Pacífico. "Hay un costo detrás de esto. Un costo emocional, económico… de tiempo, crianza y familia", reflexiona a la sapiencia, viejo Leo, que a sus 50 años, lleva 5 matrimonios y 9 hijos.
Una foto es a veces como un salvoconducto histórico. Marcelo, nuestro gráfico, no duda en recopilar estos momentos, prolongados a la tertulia. Amenizando lo anormal. "Sólo pude recuperar cañerías de cobre, fierros y membranas de bronce por lo que recolecté 300 lucas, más otras 150, saldo de un cliente", suspira Gerardo, quien desea irse de acá...
Amanece. Hace fresco; más bien frío, y los cielos sobre Playa Ancha están opacos. El aire, aún pesado y turbio de polvo, envuelve a la población que recién pegó pestaña.
Aquel fantasmagórico desierto despierta a las faenas. Se vienen cuadrillas de voluntarios y residentes. Como el ánimo de la familia Muñoz que, con su flameante bandera chilena-sueca ondeando al "Fuerza" en lo que queda de muro, aseguran, se levantarán otra vez. Con un llamado, urgente: "Por favor, no nos olviden".