Claudia Carvajal R.
-¿Señor, este es el pasaje Achao? Le pregunta una mujer a Francisco Javier Molina, quien está parado en la avenida Rodelillo, a la altura del paradero 21 y medio. Él la mira y le dice que sí y con su mano derecha le muestra la calle. En ese momento ella no notó nada raro en aquel amable caballero, pero minutos después, cuando lo ve bajando la escalera con un bastón en una mano y con su nieto en la otra, se da cuenta: Francisco no ve absolutamente nada.
Una de las tantas historias improbables que a diario se dan en los intrincados cerros de Valparaíso. Historias anónimas que cada cierto tiempo sorprenden gratamente.
Francisco Javier Molina Moreno, 75 años, hace nueve perdió la visión por un glaucoma. Y hace uno, va todos los días a buscar a su nieto de 5 años, a la avenida Rodelillo, donde lo deja el bus escolar. Juntos bajan una larga escala de cemento, pasan por un estrecho pasaje que tiene apenas una huella de pavimento y hacia el final del recorrido avanzan por un pasaje de tierra. Fácilmente es un kilómetro desde la calle principal hasta su casa.
"Me lo sé de memoria, nunca me he caído y en invierno se arman las tremendas pozas", cuenta Francisco, mientras utiliza su bastón para reconocer una zanja de aguas lluvias que para él, es una amenanaza.
-Oiga, pero usted me está mirando a los ojos, ¿seguro no me ve?
-Mucha gente me dice eso, pero de verdad no veo nada, ni la luz del sol.
A Francisco le ofrecen conversa y él responde entusiasmado. "Usted no me va a creer, pero todas las rejas de mi casa las hice yo. También hice una ampliación y ahora estoy haciendo una cocina. Eso sí, las rejas las hice con remaches, no con soldadura, porque podría quemarme".
Francisco vive con su mujer, un hijo, una hija y el pequeño Dylan, su nieto. "La mamá lo va a dejar al colegio cuando se va a trabajar y después yo lo voy a buscar", cuenta este vecino, quien no expresa queja alguna, salvo que le pavimenten la calle La Porteña, donde él vive. "Han venido todos los candidatos para acá, después salen elegidos y se olvidan de sus promesas". Pero él no se hace problema, sigue yendo a buscar a su nieto, aunque llueva.
9 años sin ver nada de nada lleva Francisco Molina, porteño bueno para maestrear.