El coracero que saca a flote lo mejor de la cocina alemana
Anclado en la Ciudad Puerto, Restaurant Hamburg levanta un monumento a la gastronomía casera germana. Si te embarcas en sus mesas, como buen marino de la gula, ten por seguro que navegarás en aguas placenteras del sabor.
Guillermo Ávila N. - La Estrella de Valparaíso
Si existiese un museo náutico de culto, aquí cabrían todos los tesoros decorativos que hacen única a la alta mar, a Alemania y Valparaíso. Y también lo culinario, con insuperables raciones extra largas para aquellos del colmillo largo.
Hoy, los platos que apuntan al paradigma nutricional, a los torsos esculpidos en perfectos abdominales pro zumba, las dietas 'running' a base de porciones microscópicas de acelgas y coloridas ensaladas que simulan pasta dentífrica para extraterrestres, parecen llevarla. La salud es lo primero, esgriman los puristas.
Pero… lo ponemos así. Sabemos que muy al fondo usted probablemente sea un goloso. Imagínese un almuerzo compuesto de una apetitosa chuleta Kassler con papas cocidas, salchicha chucreet y repollo morado, un consomé de carne tipo Golasch al toque en su pote teutón… sabrosas dosis calóricas que predisponen al buen ánimo y hacen, digámoslo a rabieta de vegano talibán, que encaremos el día, sí, con más alegría.
¿Las arterias llevadas al límite? Por favor, el festival gastronómico aquí en el Restaurant Hamburg hará que su paladar estalle en mil sabores y experiencias. También lo graso hinca diente en la fuente de minerales (hierro, zinc, magnesio, fósforo y sodio, mucho sodio) y vitamina E. Pero además hay, créalo, cocina sana: un cocktail de camarones, de aire triunfal junto a un impagable jugo natural de papaya, equilibra la balanza.
Cierto, la vida se vive a quemarropa, a veces la guata lejos de la huerta. Pero, y he aquí el gran detalle, en este buque insignia casi replicado de la armada teutona, el invencible coracero alemán anclado en el plan porteño, aquella fina fragata a vapor que simula la fachada del Hamburg, la cocina resulta tan bávara y bárbara por igual.
Una cocina que apuesta al rico agridulce como timón a bordo. Y un dueño, don Wolfgang Scheuber, que maniobra ese mix gourmet como nadie. De momento, el capitán del restorante puede parecer un rudo Clint Eastwood con ciertas anécdotas de vida salvaje o un San Francisco de Asis cuando brinda cariño a sus gatitos Pedro y Lulú. También las bolsas con restos de hueso y carne que cada mañana él mismo reparte a famélicos quiltros carentes de afecto en la misma puerta.
Porque solo aquí ocurre que las denominadas luminarias busquen al personaje mayor, que es el carismático don Wolfgang. Actores, políticos, cantantes, uniformados y hasta el mismo Augusto Pinochet, pidieron alguna vez una mesa aparte con don Wolfgang Scheuber. Pero él, como asegura, respeta a todos. También sus posturas. Y guarda privacidad de aquellas conversaciones, como una tumba.
Es un hombre de códigos. De palabra. De estrechar fuerte y claro aquella hinchada mano. Esa misma palma casi sacada de algún cultivo de tubérculos o de bravas faenas a campo traviesa. Porque nació en la campiña alemana en la época más dura del siglo XX. En la ex Alemania Democrática, cuya infancia y primera juventud hizo que saliera en busca de otros horizontes justo antes de la construcción de aquel adefesio estructural-psicológico que fue el llamado muro de Berlín.
Don Wolfgang conoció la otra cara de la moneda en la hermana Alemania Federal. De allí, no podía ser de otra: embarcarse como marino mercante por 22 años en los siete mares, y dentro de los buques germanos, fijar su propia trinchera: la cocina, y él como chef al mando.
Así un día a mediados de los años sesenta recala en el Puerto de Valparaíso. Su amor e identificación por la ciudad, historia y vida nocturna fue tal, que lo hizo volver para nunca más levar anclas.
Primero una fiambrería en el cerro Esperanza, luego incursiones para tantear terreno en el rubro carnicero en la década de los 70' hasta cumplir su sueño en 1985 (a meses del terremoto): su colosal Hamburg Restaurant.
Cuatro contra uno
"¡Suéltenme, no he hecho nada. Yaaaa!". Cuatro Carabineros tratan de echarlo a la cuca mientras sudan la gota gorda. Don Wolfang se defiende como endiablado toro mecánico. De eso hace ocho años. ¿El delito? Una supuesta granada que colgaba, como tantos de sus llamativos trofeos marinos donados por gente que le guarda estima, en su ultra decorado establecimiento.
Allí, justamente, entre las más de 200 campanas -de todos los portes-, mascarones, lienzos de ciudades, botellas, réplicas de barcos, faroles, gorras y corbatas de corte naval, una mesa nos sitúa frente a esta leyenda internacional del Puerto. Ya en sus sólidos 69 años de edad.
"Los mejores momentos del local fueron a principios de los 90. Aquí llegaban los marinos de la operación UNITAS. Todo lleno", lanza en un trabado español que aún denota la fortaleza de su lengua mater, el alemán.
La atención de las meseras es excepcional, lo ratifican varios clientes presentes. Tal vez ellas lo desconozcan -o no- pero su visión va más allá de un pedido; actúan casi como psicólogas, personas en las cuales los comensales pueden depositar confianza.
Tres son las marineras a cargo. Dos hermanas, Erika y Trinidad Bustamante, porteñas con 25 y 20 años de laburo acá, y Pamela Portilla, con una década. A ellas, tras la barra, cuatro personas: 2 cocineros por turno, y en los fogones, Rubén Troncoso, con nueve años a bordo.
"Recuerdo como hoy. Don Wolfgang me dijo, luego de haber trabajado en panaderías y pasar por una depresión: '¿Usted acepta subirse al barco?', sí", rememora Erika, a la vez que relaciona su vivencia aquí como un largo matrimonio. "Me tiré a la piscina sin saber nadar ni navegar. Esto es un amor".
Don Wolfgang, como tipo duro de campo, además levantó otro local del mismo nombre en Limache, especializado en asados, bufet y con una capacidad para 400 personas. También allí realizan eventos. "Un éxito", dice.
"Aquí se sale con el ombligo dado vuelta", corrobora Trinidad Bustamante, mientras retira una orden a un cliente que está satisfecho. Jaime Ortiz es naviero, construye puertos y certifica tales delicias. "Me gusta el servicio, es personalizado, de familia. Todo sensacional".
En una de las mesas, porque aquí hay 15 en total, con una capacidad para 90 personas, unos extranjeros chocan sus shop rebosantes en burbujas de rubias y morenas. La cerveza aquí, un clásico: de no perderse. Los foráneos se comunican en alemán con Scheuber. Se trata de un belga y un paisano suyo. Afirman ser fieles al sitio.
"En otra ocasión, en el Turri, cuatro delincuentes trataron de robarme. Ellos también se llevaron lo suyo", evoca al son de una risa a lo Klaus Kinski un, a esta altura, Wolfgang que de espaldas a la barra, sabe exactamente quién está friendo en la cocina, quién sirve las copas, quién llega. Sólo pone oreja. "Ésta es la primera boleta", desliza junto a otros recuerdos.
Porque él es eso, ¡el capitán del Hamburg!