Santiago a 250 metros de altura: Así se ve la ciudad desde el Costanera Center
El aire se torna levemente denso. Un reportero y un fotógrafo, ambos víctimas de vértigo y enemigos acérrimos de la altura, están dentro del ascensor que lleva hasta el piso 61 del Costanera Center. Ahí está el mirador más alto de Sudamérica, y ellos, hombres temerosos, lo saben: exactos 253 metros de altura.
Se trata de dos ciudadanos comunes y corrientes, personas de clase media que nunca han viajado a Europa, seres humanos a los que la palabra rascacielos les resulta ajena y cuya experiencia más extrema se remite al barco pirata de alguna kermesse escolar. El viaje, entonces, se convierte en una situación límite.
Apenas entran al ascensor, una guía sumamente entusiasta grita: "¿¡Están entusiasmados!?". Sólo responde un turista brasilero. Y dice que que sí, que está muy entusiasmado. El reportero y el fotógrafo se miran algo turbados. Las otras seis personas que subirán con ellos callan.
-Nervios, González?- pregunta el periodista.
-Naah- miente el gráfico. Y agrega:- En realidad sí, estoy cagado de susto.
-¿Qué pasa si hay un terremoto y el edificio se cae?
-Supongo que morimos.
-Ojalá no pase.
-Ojalá.
El mirador
El viaje al mirador ("el cielo", medita La Estrella) dura 53 segundos y la sensación es similar al despegue de un avión. Cuando el ascensor para, ambos sufren un leve mareo. Sus oídos se tapan y sienten correr por su cuerpo una energía extraña. "Llegamos", dice uno. "Llegamos", corrobora el otro. La guía, con el mismo entusiasmo que tenía 61 pisos más abajo, le da la bienvenida al grupo: "Con ustedes, el mirador más alto de Sudamérica".
Es quinta vez que los reporteros escuchan esa frase: "más alto de Sudamérica". Una paranoia incipiente les hace pensar que algo o alguien los quiere intimidar.
Por eso los primeros pasos son cuidadosos. Baldosa por baldosa. Primero un pie, y luego, solo cuando verifican que el piso no se hunde, el otro. Caminan juntos, casi pegados. Cada algunos segundos se miran, toman una bocanada de aire y siguen avanzando hacia el vidrio. Una lámina de apenas unos milímetros de grosor los separa de una muerte segura. "¿Cuánto demorará una persona en caer de aquí al suelo?", se pregunta el periodista.
-¡No tenga miedo, señor! Para romper este vidrio se necesita un golpe de 300 kilos. ¡Y ni así se rompe! Jajajá. Apenas se trisaría- explica un guardia del mirador, cuya identidad pide mantener en el anonimato.
Jura que el lugar es seguro. Que en los dos meses que lleva trabajando ahí jamás ha tenido un ataque de histeria. Y que ni siquiera el terremoto del pasado 16 de septiembre logró asustarlo. "Sí, se movió. Lógico. Se movía mucho, como desordenado. Y así -el hombre mueve sus manos de arriba abajo-, el edificio como que amortiguaba. Subía y bajaba", relata.
-¿Hubo pánico entre los visitantes?
-Nada, algunos se asustaron, pero nada más. Logramos evacuarlos a todos.
Sólo una vez, confiesa, una persona acusó estrés. Una turista colombiana, explica, que apenas se acerco al vidrio quedó paralizada. Sus piernas, dice el informante anónimo, se pusieron rígidas. Su cara se momificó. Cayó al suelo, en una escena trágica. "Tuvimos que tomarla y doblarle las rodillas, porque sus pies estaban tiesos, para subirla a una silla de rueda", dice. Y agrega:
-Y sus amigos, ¿sabe qué hicieron?
-Lo ignoro, señor.
-La pusieron mirando a la muralla en la silla y siguieron paseando, jajajá- el guardia suelta una carcajada.
La dupla, oído el relato, siente orgullo. El miedo está casi controlado y el pánico de hace siete minutos ha bajado. Hay tranquilidad. Una ligera pero honesta tranquilidad.
Santiago
El mirador tiene dos pisos: el 61 y el 62 del edificio. El primero es cerrado y sobre el ventanal están marcados los lugares que se pueden ver desde ese ángulo: el Estadio Nacional, el Cajón del Maipo, la Cordillera de Los Andes, el Río Mapocho, el Cementerio General, el centro de Santiago, el Parque O'Higgins. Y así prácticamente toda la ciudad.
El segundo, en cambio, tiene el techo abierto y en él, prometió antes la guía entusiasta, se respira "el aire más limpio de todo Santiago".
La dupla, cada vez más empoderada, sube. Ya no son 253 metros, son 261. Ocho metros más de altura. Pero no los sienten, ya no hay miedo. Hay rebeldía. El reportero se acerca a uno de los vidrios, visualiza la Cúpula del Parque O'Higgins, y respira. Concluye que entre ese aire y el del nivel del suelo no hay gran diferencia. Pero lo calla. Es el aire más limpio de Santiago, se repite. Y con eso basta.
Poco más allá, el fotógrafo captura a dos personas que miran al vacío. Dispara su cámara siete veces y la pareja se gira. Lo miran confundidos. "¿Qué haces?", pregunta uno. El corresponsal no responde, sigue caminando. Se siente valiente, más vigoroso. No tiene por qué dar explicaciones, medita.
La dupla, ya agotado cada centímetro de la panorámica, se reúne. Están parados frente al vidrio, con la Avenida Providencia allá, abajo, a 250 metros. Los autos se ven ínfimos. Los peatones apenas se distinguen. Y ellos, a milímetros de caer al vacío, se mantienen de pie. El miedo, se dicen el uno al otro, desapareció. La adrenalina ya no se percibe. Al final, filosofan, caminar en el suelo o a cientos de metros de altura no es tan diferente.