El relato del fotógrafo de los sicópatas de Viña
El excéntrico Manuel Mejías abre por primera vez las puertas de su memoria para describir el espanto de los años ochenta.
"Recién contratado como reportero gráfico del diario La Estrella de Valparaíso, el 5 de agosto de 1980 me tocó cubrir una noticia policial de rutina. En la parte alta del sector Portales, habían desbarrancado un automóvil, que quedó colgando a media pendiente sin llegar a caer a la avenida España. Era un Austin Mini, en torno al cual se generó mucho misterio, porque nada se sabía de su dueño ni cómo había llegado allí. El auto en primer plano y la avenida España de fondo era una foto importante como para pensar en la portada del día siguiente.
Paralelamente, en el camino El Olivar, en las inmediaciones del Jardín Botánico, fue encontrado un cadáver con impacto de bala.
Después se supo, era el profesor Enrique Gajardo, el dueño del Austin Mini y la primera víctima de los "sicópatas de Viña del Mar".
El periodista Caupolicán Márquez, en ese tiempo corresponsal de La Nación y muy activo fotógrafo, captó la escena del camino El Olivar y compartió la imagen para que fuera publicada en un medio local, como La Estrella, sin imaginar siquiera que era el inicio de una serie de asesinatos que terminarían por conmocionar no sólo a la Quinta Región, sino también al país entero.
Las causas del crimen fueron todo un misterio. Nadie atinaba con las razones. Menos con la identificación del o los autores.
Pero iban apareciendo otros antecedentes. Como que el profesor estaba acompañado de una mujer a la hora del asalto, quien logró escapar sin que hubiera sido posible conseguir periodísticamente su testimonio.
De estoperoles
Un par de días después, haciendo uso de mi jornada de descanso semanal, el periodista Carlos Noli me pasa a buscar, para que lo acompañara al funeral del profesor, en la parte alta de Viña del Mar. Yo estaba en tenida deportiva, porque estaba listo para irme a una pichanga de fútbol.
El requerimiento periodístico ganó fácil la apuesta. Tomé la cámara y tal como vestía llegamos al velorio. El ambiente era muy tenso y los familiares no querían ningún contacto con la prensa. Aún así me di el ánimo para entrar a la capilla, en medio de un silencio cargado de emociones. Los estoperoles de mis zapatos de fútbol causaron un ruido muy exótico, mientras me acercaba para captar algunas imágenes.
La noticia pronto quedó en el olvido.
Pero otro hecho traería justo tres meses después el recuerdo de lo acontecido en el camino El Olivar. Esta vez, en medio de la incertidumbre de una noche con un apagón generalizado del servicio eléctrico, en el sector de las cocheras de Sausalito, en un zona sin mayor movimiento, fue asesinado a balazos en su auto el médico Alfredo Sánchez, quien también estaba acompañado de una mujer. Al igual que el caso anterior, ella también pudo escapar, no sin sufrir el ultraje de los asesinos.
Recuerdo que en esos momentos el periodista policial de La Estrella, Ricardo Ruiz, empezó a elucubrar la idea de un asesino en serie. Confieso que a mí me pareció una exageración. Pero a la larga, el tufillo periodístico de un sabueso joven, pero ya con suficiente entrenamiento en la noticia policial, apuntaba en el camino correcto. El diario empezó a atribuir la suma de crímenes a un supuesto sicópata.
La especulación tomó mayor sentido cuando, otra vez tres meses más tarde, en plena época de Festival de Viña, en el estacionamiento del estero Marga Marga, eran asesinadas otras dos personas más: Fernando Lagunas y Delia González, quienes fueron sorprendidos dentro de un automóvil y aniquilados a balazos.
Desde entonces, la sociedad viñamarina entró en un pánico colectivo. Ya nadie se atrevía a salir de noche y menos a merodear en sectores oscuros y de poca movilización.
Los pololeos en auto, por lugares poco transitados, se redujeron al mínimo. Una noche de viernes, el periodista Mario Velásquez quiso hacer un reportaje sobre los valientes que se atrevían a desafiar el peligro de los sicópatas.
Yo lo acompañé en mi rol de reportero gráfico, con una mezcla de motivación y miedo. Fuimos a los lugares en que habían ocurrido los crímenes y en otras soledades que pudieran hacer atractiva una nueva actuación de los asesinos. Fue una vuelta larga y tormentosa. Fotografié los pocos automóviles detenidos con parejas en su interior que logramos encontrar. Era cosa de tomar la foto y salir arrancando, con el miedo que me cazaba los talones.
Lo peor fue llegar al diario, ansioso por revelar la película. Allí, con un sudor más frío que cuando tomé las fotos, descubrí con pavor que había cometido un error imperdonable. La película no había enganchado bien al colocarla inicialmente en la recámara. Y todos los disparos que hice fueron sin que la película hubiera corrido. Es decir, el rollo quedó virgen. ¡Trágame, tierra!
Velásquez estaba entre impávido e incrédulo. José Tomás Reveco, el subdirector no lo podía creer y quería ajusticiarme, como si fuera un crimen peor que lo que se investigaba. De poco servía que yo dijera que un error así le ocurre a un reportero gráfico una vez al año.
Pero pronto tendría mi reivindicación, a raíz de un nuevo y último ataque de los sicópatas. Fue en el doble asesinato del puente Capuchinos, en el que sucumbieron los jóvenes Roxana Venegas y Jaime Ventura.
Recuerdo que era el Día de Todos Los Santos de 1981. Yo andaba en compañía del legendario periodista deportivo Alfonso Aros Cataldo, experto en fútbol amateur, cuando nos avisan de que habían encontrado dos cuerpos tirados, cerca de la playa.
Saqué el rollo de película en que había tomado las fotos del fútbol y se lo pasé a Alfonso Aros. Puse una película nueva y me acerqué a la escena del crimen.
La conmoción era total y Carabineros y la Policía de Investigaciones ya tenían acordonado el sector, impidiendo el acceso a los periodistas y a todo público. Entrar por la playa Caleta Abarca era imposible.
Mientras todos los demás reporteros tomaban la acción de los peritajes con teleobjetivos, a larga distancia, tuve la idea de irme por la línea férrea hacia el sur. Al llegar a Recreo pude acceder al sector del mar. Me devolví entre medio de las rocas y aparecí por detrás del escenario del crimen. Allí estaban los dos cuerpos de los jóvenes, salvajemente acribillados. Sabía que el ruido del motor no me dejaría hacer muchas tomas. Alcancé a hacer dos tomas y un teniente de Carabineros escucha el ruido de la cámara y se me viene encima, conminándome a la entrega de la película. Que allí nadie puede tomar fotos y el discurso propio de una sicosis que a todos hacía sobreactuar de mala manera.
Al día siguiente, el director del diario, Julio Hurtado, envió al periodista Jorge Valenzuela, que conocía bien al prefecto de Viña del Mar, para que recuperara el rollo de película, haciéndole ver que allí había material muy importante para el suplemento deportivo del lunes.
Lo recuperó y logramos revelar la película. Los diarios de la mañana, locales y capitalinos, había publicado las fotos tomadas a distancia de un grupo de peritos que trabajaban en el lugar.
Como el hermetismo era muy grande y la necesidad de la comunidad era ser verazmente informada, el director optó por llevar esa cruda fotografía de los cuerpos tal como habían sido encontrados, en un hecho inconfundible de que una vez más la mano de los sicópatas había sembrado el espanto y el horror, en una serie de que por fin llegaría a su fin".
"Allí estaban los dos cuerpos de los jóvenes, salvajemente acribillados. Sabía que el ruido del motor no me dejaría hacer muchas tomas".