Un día como voluntario en el comedor 421 con la Tía Norma
Repartiendo tazones y sandwiches a los más necesitados en una fría mañana de junio, la comida más importante del día adquiere un tinte solidario. Usted puede aportar con alimentos, pero también con tiempo y dedicación para ayudar.
Nueve de la mañana en punto y empiezan a llegar los primeros comensales. Entran a paso lento con barbas descuidadas, gorros de lana y prendas que no siempre son de su talla.
En la cocina, tres laboriosas voluntarias empiezan con sus tareas. Cortar pan, laminar queso y hervir agua. A los pocos minutos comienzan a repartirse los primeros desayunos. Una taza de té, un pan batido con margarina y queso. Los que llegaron más temprano pueden recibir un plato con torta o galletas. Todas estas preparaciones fueron elaboradas a partir de donaciones.
Me saco el abrigo y empiezo con mi voluntariado. La instrucción es recibir a las personas, indicarles sus asientos y llevarles su desayuno. "Gracias, tío", dicen. En efecto, todos los voluntarios son "tíos" y "tías" para ellos. Los que llevan más tiempo en el comedor se saludan por el nombre, de beso y abrazo.
Entrada la mañana, viene llegando más gente. Un viejito pequeño de barba tupida entra con una muleta hechiza forrada en lata que compensa la ausencia de su pierna izquierda. Detrás de él, un flaco barbón con un cortavientos americano guarda su limpiavidrios en el bolsillo trasero para tomar asiento.
Algunos se sientan en grupo y conversan alegres entre ellos, otros se van a un rincón para comer en la soledad. El pan batido pone a prueba los dientes sobrevivientes en sus bocas y la taza de té abriga sus manos. Son varios los que piden repetición de té en un intento por hacerle frente al clima glaciar que a esa hora escarcha el cemento de la plaza Echaurren.
La televisión está fija en el canal Nat Geo. Concentrados en las imágenes, siguen atentos cómo un antílope trata de escapar del león.
Todos son muy agradecidos por la comida y se muestran muy complacidos por la noble labor de los voluntarios, sobre todo aquellos que llevan años haciéndolo.
Liderando la cocina está la legendaria Norma Bernales, conocida también como "La Tía Norma" o "La poeta de los pobres", por su trabajo en la poesía. No se cumplen 25 años en el comedor sin hacerse un nombre en las calles.
Es la emperatriz del Comedor 421, en el buen sentido de la palabra. Nadie sería capaz de levantarle la voz, y si alguien se atreviera, todos se le irían encima. Los hijos defienden con todo a su reina madre.
"Aquí nunca me ha pasado nada, y si alguien quisiera hacerme algo, todos me defenderían. Las personas que vienen acá son muy agradecidas y educadas, he estado con gente brígida, que están metidos en la droga y todo eso, pero jamás he tenido un mal rato", confiesa.
El ambiente es similar al de un colegio cuando los niños bajan a comer, algunos son más escurridizos, pero todos son respetuosos. Los porfiados se ganan un reto cuando tratan de engañar a los voluntarios para recibir un segundo pan con queso.
La Tía Norma conoce cada centímetro del lugar. El Michael es uno de los más agudos y se escabulle a la cocina para pedir un poco de leche. La Tía Norma lo frena con un rotundo "no". ¿La razón? El sujeto está muy enfermo, padece sida hace varios años, lo que apagó su control de esfínter. Un trago de leche lo manda directamente al baño y aunque él no tenga conciencia de aquello, la Poeta de los Pobres lo tiene más claro que él. Tiene que hacer de cocinera, oyente, madre y hasta enfermera.
10.00 de la mañana, aparecen los últimos, los que se quedaron dormidos. En la cocina hacen malabares para hacer rendir la comida que les queda.
En efecto, falta ayuda: comida y voluntarios. La Tía Norma cuenta: "Hay algunos que llegan y no duran nada, a excepción de los cabros de la Upla cuando se organizan, ellos son un siete. Necesitamos compromiso, gente que quiera ayudar de verdad. En estos tiempos la gente no conversa, no comparte, están todo el día pegados al celular sin preocuparse por los demás. Ellos necesitan no sólo la comida, quieren compañía, un oído, sentir que alguien esté con ellos".
La excusa de no tener tiempo no existe, no en el mundo de la Tía Norma y sus compañeras. Ellas mismas se hacen el espacio, le dan desayuno a sus hijos, los mandan al colegio y corren hasta el comedor para repartir bondad. A las 09.30, Norma deja un reemplazo para ir corriendo a abrir la parroquia, luego vuelve un poco agitada, no alcanza a tomar aire, y el Michael llega a pedirle un par de calcetines; ella entra a una habitación y se los trae, después se lava las manos y recoge unos tazones.
No nos damos ni cuenta y ya terminó la jornada. En ese respiro, los abrazos y despidos se multiplican. Usted, ¿podría cooperar con algo?